Por medio de la justicia de Cristo podemos
guardar la ley de Dios, 18 de febrero
Gloria y hermosura es su obra,
y su justicia permanece para siempre. Salmos 111:3. RJ 55.1
Un rayo de la gloria de Dios,
un destello de la pureza de Cristo que penetra en el alma, muestra cada mancha
de contaminación con dolorosa claridad, y desnuda la deformidad y los defectos
del carácter humano. ¿Cómo puede alguno que es traído ante la santa norma de la
ley de Dios, que pone en evidencia los motivos malos, los deseos no santificados,
la infidelidad del corazón, la impureza de labios, y que desnuda la vida,
jactarse de santidad? Sus actos de deslealtad al anular la ley de Dios son
expuestos a su vista, y su espíritu es sacudido y afligido bajo las probatorias
influencias del Espíritu de Dios. Se detesta a sí mismo al ver la. grandeza, la
majestad, la pureza sin mancha del carácter de Jesucristo. RJ 55.2
Cuando el Espíritu de Cristo
conmueve el corazón con su maravilloso poder despertador, hay un sentido de
deficiencia en el alma que lleva a la contrición de la mente y a la humillación
de sí mismo, antes que a la orgullosa jactancia de lo que ha logrado. Cuando
Daniel fue testigo de la gloria y de la majestad que rodeaba al mensajero
celestial que fue enviado a él, exclamó al describir la maravillosa escena:
“Quedé, pues, yo solo, y vi esta gran visión, y no quedó fuerza en mí, antes mi
fuerza se cambió en desfallecimiento, y no tuve vigor alguno”. Daniel 10:8. RJ 55.3
El alma que es así tocada nunca
se envolverá en justicia propia o en una pretenciosa apariencia de santidad;
antes odiará su egoísmo, aborrecerá su amor a sí mismo y buscará, por medio de
la justicia de Cristo, esa pureza de corazón que está en armonía con la ley de
Dios y el carácter de Cristo. Reflejará entonces el carácter de Cristo, la
esperanza de gloria. Será el mayor misterio para él que Jesús haya hecho un
sacrificio tan grande para redimirlo. RJ 55.4
Exclamará, con humilde semblante
y labio vacilante: “El me amó. Se dio a sí mismo por mí. Se hizo pobre para que
yo, por su pobreza, pudiera ser hecho rico. El varón de dolores no me
despreció, sino que derramó su inagotable y redentor amor para que mi corazón
pudiera ser hecho limpio; y me ha traído de vuelta a la lealtad y la obediencia
a todos sus mandamientos. Su condescendencia, su humillación, su crucifixión,
son los milagros culminantes de la maravillosa manifestación del plan de
salvación... Todo lo hizo para que sea posible impartirme su propia justicia,
para que pueda cumplir su ley que he transgredido. Por esto lo adoro. Y lo
proclamaré a todos los pecadores”.—The Review and Herald,
16 de octubre de 1888. RJ 55.5
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