El amor se
muestra por una obediencia voluntaria, 23 de marzo
Si quisiereis y oyereis,
comeréis el bien de la tierra. Isaías 1:19. RJ 88.1
El carácter del cristiano se
muestra por su vida diaria. Dijo Cristo: “Así, todo buen árbol da buenos
frutos, pero el árbol malo da frutos malos”Mateo 7:17. Nuestro Salvador se compara a sí
mismo con una vid, de la cual sus seguidores son las ramas. Declara
sencillamente que todos los que quieren ser sus discípulos deben llevar frutos;
y entonces muestra cómo pueden llegar a ser ramas fructíferas. “Permaneced en
mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no
permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí”Juan 15:4. RJ 88.2
El apóstol San Pablo describe
el fruto que el cristiano ha de llevar. El dice que es “en toda bondad,
justicia y verdad”. Efesios 5:9. Y de nuevo leemos: “Mas el fruto
del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza”. Gálatas 5:22, 23. Estas preciosas gracias son
sólo los principios de la ley de Dios cristalizados en la vida. RJ 88.3
La ley de Dios es la única
verdadera norma de perfección moral. Esa ley fue ejemplificada prácticamente en
la vida de Cristo. El dice de sí mismo: “Yo he guardado los mandamientos de mi
Padre”Juan 15:10. Nada menos que esta obediencia
hará frente a los requisitos de la Palabra de Dios. “El que dice que permanece
en él, debe andar como él anduvo”. 1 Juan 2:6. No podemos afirmar que somos
incapaces de hacerlo, porque tenemos la seguridad: “Bástate mi gracia”. 2 Corintios 12:9. Al mirarnos en el espejo
divino, la ley de Dios, vemos el carácter excesivamente pecaminoso del pecado,
y nuestra propia condición perdida como transgresores. Pero por el
arrepentimiento y la fe somos justificados delante de Dios, y por la gracia
divina capacitados para prestar obediencia a sus mandamientos. RJ 88.4
Aquellos que tienen un amor
genuino hacia Dios, manifestarán un ferviente deseo de conocer su voluntad y de
realizarla... El hijo que ama a sus padres manifestará ese amor por una
obediencia voluntaria; pero el niño egoísta, desagradecido, trata de hacer tan
poco como sea posible por sus padres, en tanto que al mismo tiempo desea gozar
de todos los privilegios concedidos a un hijo fiel y obediente. La misma
diferencia se ve entre los que profesan ser hijos de Dios. Muchos que saben que
son los objetos del amor y cuidado de Dios, y que desean recibir sus
bendiciones, no encuentran placer en hacer su voluntad. Consideran los
requisitos de Dios para con ellos como una restricción desagradable, sus
mandamientos como un yugo gravoso. Pero el que está buscando verdaderamente la
santidad del corazón y la vida, se deleita en la ley de Dios, y se lamenta
únicamente de que esté tan lejos de cumplir sus requerimientos.—La edificación del carácter, 81. RJ 88.5
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