Santificación de los labios, 10 de febrero
Y tocando con él sobre mi boca,
dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado. Isaías 6:7. RP 51.1
Mediante su don celestial, el
Señor hizo amplia provisión para su pueblo. Un padre terrenal no puede dar ni
transferir al hijo un carácter santificado. Únicamente Dios es capaz de
transformarnos. Al soplar sobre sus discípulos, Cristo les dijo: “Recibid el
Espíritu Santo”. Juan 20:22. Este es el gran don del cielo.
Mediante el Espíritu, el Señor impartió su propia santificación, y dotó a los
suyos de su poder para ganar conversos al evangelio. De allí en adelante Cristo
viviría mediante sus capacidades y hablaría por intermedio de las palabras de
ellos. Los discípulos recibieron el privilegio de saber que desde ese momento
eran uno con el Señor. Deberían apreciar sus principios, y ser controlados por
su Palabra. Lo que dijeran procedería de un corazón renovado y sería expresado
por labios santificados. Dejarían de ser egoístas; Cristo viviría y hablaría
por su intermedio. Les dio la gloria que tuvo con el Padre, para que ellos y él
pudieran ser unos con Dios. RP 51.2
En las cortes celestiales el
Señor Jesús es nuestro gran Sumo Sacerdote y nuestro Abogado. Los adoradores no
aprecian la solemne posición en la cual nos encontramos respecto a él. Para
nuestro bien presente y futuro necesitamos comprender esta relación. Si somos
hijos suyos, estaremos unidos unos a otros, y vinculados a la fraternidad
cristiana. Al estar ligados por el mismo vínculo sagrado que une a los que son
lavados en la sangre del Cordero, nos amaremos unos a otros del mismo modo como
él nos amó. Unidos a Dios en Cristo, hemos de vivir como hermanos. RP 51.3
Gracias a Dios contamos con un
gran Sumo Sacerdote que ascendió a los cielos: Jesús, el Hijo de Dios. Cristo
no entró a lugares santos hechos por mano del hombre, sino en la misma morada
de Dios para comparecer ante él por nosotros. En virtud de su propia sangre
ocupó los lugares celestiales una vez para siempre para obtener eterna
redención para los suyos.—The General Conference Bulletin, 1 de octubre de 1899. RP 51.4
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